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Mi primera y brevísima epopeya, para los que van con prisa

Tampoco había amanecido aquel día bajo buenos auspicios. Correteaba por la costa una medio llovizna, medio niebla vallisoletana, dejando sembrados por aquí y allá, a pedazos, rayos de luz, como de lunares, y al sol le había costado un cascarón salir de su huevo nocturno.1

Salí, y no vi nada más. Me extrañó, pues solía ocurrir casi a diario que un paseante remoto anduviera por la playa a esas horas, arrebujado en sus pensamientos y en una buena pelliza de las de antes. Al tercer día se dio cuenta mi cerebro, aunque yo no lo percibí hasta el cuarto. Al cuarto día, por fin, me extrañó: hacía días que no lo veía.2

También eché en falta el perro faldero que lo acompañaba, quien con sus idas y venidas se hacía notar bastante más que la silenciosa y meditabunda persona que debía ser su amo.

A menudo, puede que por lo inclemente de la hora, imaginaba la escena del revés: el dueño era el perro, y la persona no hacía otra cosa que cumplir con su sagrado deber de llevarlo a la playa a regañadientes. Imaginaba que también estaría entre sus obligaciones proporcionarle comida y entretenimiento, como una pelota, por poner un ejemplo, y encargarse de las heces del rey de la casa.

Tengo esa costumbre, la de imaginarme el mundo al revés, pues tantas cosas nos sobreviven y nos sobrepasan. ¿No estarán las termitas al servicio del termitero, que medra y queda mucho después de que sus hacedoras hayan pasado a, como suele decirse con religioso pesimismo, mejor vida? ¿No estaremos nosotros al servicio de, digamos, nuestras ciudades, proporcionándoles nuevas calles, taponando los baches de las antiguas, pintándoles y arreglándoles las fachadas para que sigan viéndose bien los días señalados en el espejo de las fotos y de las postales, de nuestras pupilas? ¿No es ese continuo vaivén del decorado propio de un ser vivo, de alguna manera vivo, comparable con nuestro propio devenir? ¿No son las ciudades nuestras dueñas, siendo nosotros poco más que unos servidores con ínfulas? ¿No es la permanencia del escenario después de la función lo más auténtico del teatro, con su telón que todo lo empieza y lo acaba, y nosotros simples figurantes que se creen protagonistas?

Quizá sea comprensible, inevitable y hasta exigible este antropocentrismo para que todo tenga sentido. Imagino que las termitas también se sentirán, a su manera, reinas de la tierra y tendrán un claro sesgo termitocentrista en sus percepciones y su teleología. Por lo menos, se dan bastante trabajo en dejar unos buenos termiteros como muestra, como nosotros pirámides, como si les fuera la vida en ello, pues sí, les va, y se les va, la vida en ello, como a nosotros, reyezuelos engreídos e impertinentes,3 a quienes se nos va la vida tapando boquetes, pintando fachadas, eligiendo y después soportando alcaldes, yendo y viniendo del supermercado, y todo ello rebozado, y bien, con bastante arrogancia gruesa.

Se me fue el pensamiento, mezclado con la llovizna y la niebla vallisoletana, de ese carácter pasajero a lo pasajero de nuestro carácter, como el figurante de una obra de teatro o, en días más anodinos y anónimos, un encargado del atrezzo, sin papel.


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1 Eran huevo y cascarón, en este orden, hasta que me pudo el pudor y tiré de hipérbaton.

2 También era de extrañar mi curiosidad, y aun más que yo, de natural friolero, me fijara en detalle alguno, como digo, a esas horas; pero así fue: pasó de mi cerebro a mi mente, y fui consciente de ello.

3 Según a qué otra especie preguntemos, la respuesta podría ser menos rigurosa. Es que así, a botepronto, se me han venido a la cabeza las ballenas.



Los sentidos de la vida

Hoy anduve por la playa, y reconozco que estaba algo distraído...

Llevamos la mejor parte del último medio millón de años preguntándonos por el Sentido de la vida, como si nos fuera en ello la vida, y a este paso, parece que seguiremos haciéndonos la misma angustiada pregunta otros tantos, como si la vida sin Sentido no tuviera sentido, casi como si ni fuera merecedora de ser vivida.

Las respuestas fueron en su día y son hoy de lo más variopintas, aunque las que más me llaman la atención son aquellas que, esclarecidamente y reconociendo la derrota de la empresa, miran hacia arriba, esperando el maná que no consiguieron arrancarle a la tierra. En todo caso, por la variedad de las respuestas, no parece que estemos mucho más cerca de resolver el entuerto de forma convincente que antaño.

Pero no desfallezcan, que no es tan complicado. No soy nihilista: la vida no tiene Sentido. ¿Es un juego de palabras? ¿Me contradigo? En absoluto. Lo reitero: la vida no tiene Sentido.

Lo que sí puede tener y tiene para todos, desde el más humilde microbio hasta el más inteligente animal (saber cuál es dicho animal sí me resulta más complicado, porque depende de lo que entendamos por inteligente), aun sin quererlo ni buscarlo, es sentidos, miles, millones, incontables sentidos. De lo contrario, condenaríamos al sinsentido la vida de todos los seres vivos que han pasado y pasarán por la faz de la tierra, como suele decirse. Pero cualquier persona ha sabido siempre que la vida del perro tiene sentido… al menos para el perro, y casi siempre para su dueño, sobre todo cuando forma parte de la familia o nos ayuda con la carga de la soledad.

No hacen falta más ejemplos. Hasta para el perro la vida tiene millones de momentos muy diferentes, con muy distintos sentidos: cuando le pica, se rasca y siente placer; cuando tiene hambre, come, si puede, hasta quedar satisfecho; cuando le tiran piedras, huye del dolor. En suma, si todas sus necesidades físicas, afectivas e intelectuales (a veces, también los perros se cuestionan el mundo que los rodea, sobre todo cuando cachorros) están cubiertas, cabe imaginar que cualquier perro se diría, si tuviera capacidad de discurrir: ¡esto es vida!

El caso del ser humano no es muy diferente: cada uno de nosotros tiene miles de millones de pequeños y grandes sentidos, se siente satisfecho (a veces no) con su vida en múltiples niveles y millares de momentos. Y en esos momentos, siente, aunque no lo piense: ¡esto es vida!

Parece que esa búsqueda del Sentido de la vida responde más bien a un defecto de diseño o a un efecto secundario de la autoconsciencia, y al error lógico de creer, sin pruebas, que cualquier pregunta que se nos ocurra tiene que tener una respuesta satisfactoria, que además no puede esperar a que el método científico vaya descubriendo poco a poco. Si ello fuera así, podría imaginar una pregunta absurda y esperar, exigir que tenga respuesta: ¿por qué tienen plumas los seres humanos? Totalmente absurdo, como absurdo es pretender que la vida deba tener Sentido por el mero hecho de que se nos ha ocurrido la pregunta. No nos consta que al perro se le ocurra tal pregunta, pero sí que sepa intuitivamente la respuesta. Todos conocemos a más de una persona que no se hace casi nunca este tipo de pregunta inútil y, encima, sin ese peso, anda más ligero y por ello más feliz.

¡Cuántos sudores y lágrimas, cuánta angustia innecesaria ha producido la busca del dichoso Sentido de la vida! Quizá emplearíamos mejor nuestro tiempo si dejáramos de intentar mordernos la cola como los perros y nos dedicáramos a descubrir los infinitos sentidos de la vida, de cuya existencia estamos todos convencidos.

…pero me sobrepuse. Hoy he visto la puesta del sol en el mar, y tenía sentido.



Acercarse a llegar a viejo

Cuando la vida nos pone en nuestro sitio, lo hace sin ningún miramiento, hasta con ganas, como si nos la tuviera jurada por alguna razón que desconocemos. Y, claro, nosotros, queriendo comprender tal desatino, nos preguntamos a qué viene tamaño entuerto con unas palabras muy castizas: ¿qué he hecho yo para merecer esto?

Lo peor es que la respuesta, con frecuencia, es un porque sí, ni más ni menos, sin más, lo cual no tiene ni pies ni cabeza, porque la vida tiene que tener pies y cabeza, tronco y extremidades, y, puestos, hasta raíces.1 ¡No puede ser! ¡Algo no cuadra! ¡Esto clama al cielo! Etc.

Las más veces, nos sobreponemos del sopapo, mal que bien, para seguir atacando nuevos y viejos molinos, cual locos reincidentes.2 Las más veces, acallamos al Sancho que llevamos dentro, para seguir creyendo, ¡creyendo!, ¡que no decaiga la fe!, pues, si la esperanza es lo último que se pierde, la fe no le queda muy a la zaga.3

A veces, en cambio, el batacazo es de doble salto mortal con tirabuzón (sin red, por supuesto) y se nos desangra el alma por una herida que no termina de cerrar en condiciones, como almas (renqueantes) en pena. Bajo estas circunstancias, es comprensible que busquemos un bálsamo de Fierabrás bajo todas y cada una de las piedras, en todos y cada uno de los recovecos del camino. ¡Qué difícil tiene que ser irse acercando a llegar a viejo, justo cuando más falta nos hacen las fuerzas para seguir viviendo, o para al menos ir tirando!


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1 Aunque esto pertenece a otra metáfora, pero bueno, se acepta vida como animal de compañía, parafraseando el anuncio del juego aquel.

2 ¡Y dale molino!

3 En cambio, curiosamente, la caridad se nos va cayendo por el camino, a jirones, conforme se nos va cayendo a pedazos la niñez, aunque nunca del todo, pues conservamos un modicum hasta el final, en el corazón de la esperanza.

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