Skip to main content
Se me murió una amiga

Se me murió una amiga. Como lo oyen. Lo sé de muy buena tinta, de la mejor, porque me lo ha contado ella misma. Tres veces, como para asegurarse (no es que me lo haya contado tres veces, sino que se le paró el corazón tres veces). Pues sí, aunque la segunda y la tercera vez se encargó una máquina de resucitarla, máquina que es como una petaca insertada bajo la piel, esta experiencia la convierte en una Jesucrista Superstar de tomo y lomo (ahí es donde se la pusieron): el original sólo revivió una vez, según nos dicen, y quién soy yo para desmentir a quienes lo cuentan. Además, tres es un número mágico en muchas religiones, número que pasa de mágico a divino si dicha religión es la verdadera.

Bueno, digamos que la segunda y la tercera resucitó haciendo trampas, pero habrá que reconocer que la primera, aunque después de unos días en coma y con ayuda de la medicina moderna, resucitó por las buenas. Me pregunto si las oraciones con una fe de esas de mover montañas o la energía reiki habrían obrado tal maravilla, o la energía del universo canalizada por el gurú de turno. Según tengo entendido, los gurús funcionan de maravilla cuando se trata de envenenar a sus seguidores (lo cual me ralla bastante) y a sí mismos (lo cual raya lo estúpido) para enviarlos en masa al paraíso. ¿Quizá la acupuntura? No sé yo si tanto.

En cambio, mi querida amiga nos contaba la anécdota (las anécdotas, si contamos los dos récords conseguidos con doping) entre risas, lo que no es para menos. Nos pasamos una tarde de miedo con estas y otras anécdotas ocurridas en los últimos años, más de cinco o seis (años; anécdotas, muchas más), desde que no nos veíamos, desde otro continente. Como éramos cuatro viejos amigos, hubo anécdotas para todos los gustos, pero ninguna tan entretenida y, desde luego, ninguna que nos alegrase tanto.

Hay que ver, lo que hay que sufrir para poderse reír un rato.

Sobre la esperanza

Si busco inspiración me salen textos serios, ilegibles, no porque no estén escritos con un mínimo de claridad mental, sino más bien al contrario: me salen, según me parece a mí, demasiado clarividentes. No quiero decir con ello que yo sea capaz de leer el futuro, como si la página en blanco fuera una bola de cristal y yo un pitoniso con pluma y papel, que no lo soy, aunque no sea más que porque hoy día casi nadie usa pluma y papel para escribir, y que el arte de la escritura se ha convertido en un arte musical, donde lo que se compone es una sinfonía monocorde de percusión con el tam-tam del teclado.

Lo que quiero decir es que si busco inspiración me salen textos reflexivos, demasiado tristones para los tiempos que corren (que, pienso yo, son y han sido iguales a todos los tiempos, incluyendo los futuros). Lo que hace falta, hoy y siempre, son textos ligeros y tirando a breves: un trazo irónico acá, otro sarcástico allá y una observación preclara acullá, sobre el lienzo de, repito, los tiempos que corren, lienzo que, aunque cambia, siempre termina siendo el mismo.

Lo mejor será probar suerte con otra musa, la de la improvisación. A ver si esta tiene mejor día. El pequeño problema es que justo hoy tiene el día libre, o se lo ha tomado, así, por las buenas, sin réplica ni apelación posibles, pues está en su derecho, más aún, en su constitución.

Bien, ¿y qué pasaría si iniciara otro párrafo, hiciera borrón y cuenta nueva y me echara al monte? Probemos…

Nada, no ha pasado nada. Seguimos como antes.

En esos días en los que la inspiración no ayuda y la reflexión me lleva por caminos grises y llenos de polvo, en los que ni escribir a vuelapluma, ni componer con el teclado, ni pintar la vida con brocha irónica están entre las opciones posibles, lo mejor es rendirse a la evidencia, desconectar el chip y esperar pacientemente a que descampe. Esperar… ¡Eso es! Podría hablar de la esperanza, que no en vano es lo último que se pierde, así que por algún sitio tendrá que andar. No hay más que seguir buscando. ¿Dónde la habré puesto?

Lástima que justo ahora haya llegado al final de mi historia (en cierto sentido) y tenga que dejarlo  todo a medias y sin encontrarla.1


________________

 1 Dejo este comentario para la nota al pie de página, para no desanimar a nadie con mis nubarrones: ¿qué es la esperanza, sino un holograma que mejor no hubiera salido de la caja de Pandora? ¿No sería esa la manzana de Eva? Desde luego que no fue la manzana del conocimiento del bien y del mal, y a las pruebas me remito. No sé qué le vio Adán de interesante a esta manzana que pintan tan sabrosa en las pinacotecas, pero que se me antoja medio podrida, la verdad, horadada hasta el tuétano por los cuatro gusanos del Apocalipsis.


Nueva fábula cuántica de la zorra y las uvas

¿Estaban realmente maduras las uvas, como pensó la zorra al verlas, o acaso verdes, como se dijo al darse por vencida?

Hasta hoy (y ya son años, qué vergüenza), siempre había pensado que la moraleja de la fábula era que terminamos justificando nuestros naufragios echándole al ego no ya un simple flotador que salve las apariencias, sino poniéndolo a buen recaudo en un bote salvavidas, con toda suerte de víveres que lo sostengan a largo plazo; salvando las distancias, algo parecido al castizo, aunque hoy mal enunciado, no hay mal que por bien no venga.

Lo malo de esta interpretación es que el naufragio sigue siendo naufragio, las uvas siguen estando maduras y el sueño roto sigue estando roto, con lo cual el fracaso en cuestión, sea en uvas, sea en sueños, pasa a engrosar la lista que todos los que llevamos a cuestas y que tiende a pesarnos cada vez más, indefectiblemente.

Esto era, al menos para mí, a todas luces insuficiente.

Como no soy de los que se autoengañan y pienso que nuestro principal deber es mirarle a la cara a la realidad; como no me gustan las manipulaciones, ni las ajenas ni las propias, me he encontrado siempre frente a una pared infranqueable, un paredón. No puedo admitir que las uvas (mis uvas) estuvieran maduras y que la zorra (yo) simplemente tuviera que excusarse para poder conservar su ego más o menos intacto. No puedo admitir la terrible realidad (que las uvas sí estaban maduras y me pasé la vida saltando en vano) ni enmascarar la derrota (que estaban verdes y nunca habían merecido la pena).

Hoy, en cambio, me vino la luz, y me di cuenta de que, en realidad, la zorra no era tal, sino un gato, y que las uvas verdes no eran ilusiones pasajeras, poco acertadas y peor paradas, sino una caja. Estoy hablando, como habrá podido deducir, del gato de Schrödinger.

En efecto, me di cuenta de que no es que las uvas, nuestras ilusiones, sean o no acertadas en sí mismas, sino que son posibilidades que se actualizan o no dependiendo de nuestras capacidades y demás circunstancias, que en sí mismas ni son ni dejan de ser. En consecuencia, lo que vio la zorra no eran uvas maduras, ni tampoco verdes, y lo que hizo al declararlas verdes no fue admitir y enmascarar una derrota que salvaguardara su ego, sino reconocer que, simplemente, el valor de sus anhelos no era algo intrínseco, independiente de su astucia, pericia, conocimiento o capacidad, sino que, muy al contrario, alcanzarlo lo convertía en maduro, mientras que no hacerlo lo convertía en verde.

Y es así, dándome cuenta de que la zorra era un gato, como supe que nuestros sueños son cuánticos, y que no nos engañamos cuando no los alcanzamos ni tenemos que agregarlos a la lista de los fracasos. Los sueños que alcanzamos sí estaban, de verdad, maduros, y los que no, estaban, de verdad, verdes.

Así de simple, y así de incomprensible: nuestras ilusiones son cuánticas. ¡Menos mal!

Y colorín colorado, esta fábula se ha acabado.