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La zorra y las uvas

Siento como que estoy en un fin de etapa, como que me estuviera llegando la vejez un tanto adelantada. Ahora que con el cambio climático se adelanta la primavera y tenemos ya en enero los almendros en flor, a mí se me está adelantando el otoño: hace años que me volví invisible para los que buscan gente para sus negocios, y cada día que pasa pinta peor.

Antes que la vejez, lo que me está llegando primero es una soledad matizada: no salgo, ni falta que me hace. Matizada, porque no es una soledad de sentirse solo, sino más bien una soledad del sentirlo solo, como Juan Palomo, como el dicho de ni padre, ni madre, ni perro que me ladre, pero con una coda que dice: ¿y qué? Según como se mire, podría entenderse como una resignación pesada, de toda la vida, y, sin embargo, una resignación bien llevada conduce a la tranquilidad. La mal llevada no es resignación, sino cargarse el muerto a las espaldas y tirar pa’lante. No, no es esta. No es la que damos como consejo a otros para que sobrelleven sus dificultades con resignación, sino una resignación de bata y zapatillas, de andar por casa, de quien observa los colores del atardecer y los disfruta, sin la menor necesidad de pintarlos para poseerlos.

Por mi educación austera en casa y en la escuela, quizá también por talante, creo haber tendido siempre hacia el minimalismo en lo externo y en lo interno, pero en los últimos años se me ha venido acelerando la tendencia: como todos, cada día me parezco más a mi yo, cada día soy más yo mismo; cada día soy menos parte del mundo, también una parte menor del mundo, como que ocupara menos espacio en él; cada día me encojo un poco más: hasta ocupa uno menos lugar en la ocupada mente de los demás, pues si no damos señales de vida, estamos dando señales de ocaso, hasta hacernos de noche.

Supongo que todo este sentir y sentirse vienen dados como un reflejo, que la realidad no sea más que un espejo en el que lo que vemos no es ella, sino a nosotros mismos. Por ello la vemos como la vemos, e imagino que por eso la veo yo así y usted asá, porque si algo tienen en común nuestras realidades es que cada uno tiene una individual e intransferible. Y está bien que amén, así sea.

Quizá lo que me está ocurriendo no sea más que la manifestación itinerante de la fábula de la zorra, que se ha detenido a mi puerta, y lo que en realidad esté pasando es que la vida, después de todo y a la inversa, cada vez esté más verde y menos madura. ¿Le pasa a usted algo parecido?


Qué pesada es mi madre, graciasadiós

Me arriesgo. Lo voy a soltar, y espero sobrevivir: las madres son unas pesadas. Todas, eso parece, por un defecto de forma. Lo he oído infinitas veces y, lo que es más curioso, hasta por mujeres, sobre todo las que no tienen hijos, aunque ni mucho menos exclusivamente. “Mi madre es una pesada” no tiene género: se oye por igual en círculos de damas y caballeros. Tampoco tiene número: son incontables las veces que se habrá repetido desde el inicio de la prehistoria. Supongo que desde mucho antes.

Uno se pregunta: como nada de lo que hace la (santa madre) naturaleza se echa a perder y todo lo que hace o deshace en sus dominios tiene su razón de ser aunque nos cueste comprenderlo o nos resulte del todo imposible abarcarlo, ¿por qué habría de ser esto diferente? ¿Por qué nos quejamos todos en algún(os) momento(s) de esta vida de la pesadez de nuestras madres? ¿Por qué no nos quejamos, por poner un paralelismo, de que los frutales den fruta o de que los huevos sean comestibles? ¿Por qué lamentar lo que hace la naturaleza, del mismo modo que nuestras madres, por nuestro propio bien? ¿Por qué no considerar no sólo las ventajas, sino también la absoluta necesidad de que nuestras madres sean unas pesadas? ¿Se ha parado usted a pensarlo alguna vez? Y lo digo en serio, no ya los manidos honores de boquilla como madres no hay más que una, mi madre es una santa, a mi madre ni la mientes y otras lindeces por el estilo.

La (santa madre) naturaleza cambia a la más vulnerable jovencita en una temible fiera, le da a la más inerme mujer una fuerza sobrehumana, torna a la más pusilánime hembra en una persona responsable, convierte a la más ciega mujer en una superheroína1 de cuatro ojos (cualquier relación con las drogas es puramente accidental; mmm, quizá), todo por arte de magia hormonal en cuanto le da un hijo. Hasta oye mejor en las frecuencias del llanto del bebé gracias a sus elevados niveles de oxitocina.

Me parece evidente que estos cambios súbitos de carácter no son casuales. Ni siquiera pura coincidencia. Deben ocurrir. Son enteramente necesarios. Son conditio sine qua non, la gracia por la cual hemos llegado a ser la especie dominante, aunque sólo en ciertos sentidos, como por ejemplo, estar en la cúspide de la cadena alimentaria. Y no sé si alguno más. No, no voy a escribir ser la especie más inteligente, por ahí no paso. Por desgracia, lo de la inteligencia tampoco se aplica a las mujeres al tener un hijo: la mujer no se vuelve más inteligente. ¡Vaya pordiós! ¡Con lo bien que nos vendría eso! Ahí estoy seguro de que la (santa madre) naturaleza nos ha hecho la pascua, y no lo comprendo, porque hubiera sido de lo más ventajoso para la especie. Es más, pienso que esto ha sido un toque de humor negro por parte de la naturaleza. En fin, no todo iban a ser ventajas.

Siguiendo con lo anterior: los cambios de carácter son cambios físicos (todos los cambios son físicos, ya que los psicológicos, emocionales, intelectuales, y un largo etcétera de adjetivos son sólo una taxonomía nuestra que a la naturaleza le trae al fresco) que decide la naturaleza por nuestro bien, como buena madre que es (en este caso, sí, sin asomo de duda). Sin ellos, muchos más bebés habrían acabado de cena en la mesa del rey león y familia, muchos más niños se habrían extraviado por bosques y valles, muchos más adolescentes habrían cometido temeridades fatales.

De modo que, sí, sigamos diciendo qué pesada es mi madre, todo lo que queramos, pero juzguemos justamente y terminemos el enunciado; hablemos con propiedad, aunque sea sólo por esta vez. Digamos la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad:

Qué pesada es mi madre, graciasadiós.


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1 Todo parecido con drogas o acontecimientos reales es pura coincidencia, y no promovemos ni entorpecemos opinión alguna en materias se salud pública (aunque uno no puede evitar preguntarse cómo narices se las arreglan…).


Gente maravillosa

Conocí a alguien valioso, una gema de persona, años ha. No supe qué hacer con ese jarrón y se me cayó, rompiéndose en mil pedazos. Con paciencia, sigo rehaciendo el rompecabezas, pero falta algún pedazo, que se convirtió en polvo. Incluso donde no faltaba nada, supuraba el agua. Ya no podía mantener frescas las rosas que de vez en cuando le ponía. Se había tornado en un desierto de jarrón, de polvo; en forma de barro cocido, pero polvo al fin y al cabo. Volvió a ocurrir.

Me tuvo una gata blanca, cariñosa, que no cruzó el océano. La dejé en brazos de un amigo, literalmente, en el último minuto. La eché de menos y, además, el viaje fue más breve de lo previsto, pero ya era tarde. La eché de menos. Ella fue feliz cazando pájaros en el patio de otra casa.

Tuve un gato dulce, que tampoco cruzó el mar, esta vez muy a mi pesar. Me quería como un perro, y hasta jugaba a correr detrás de tapones de botella de plástico que yo hacía rodar, que me traía para volver a repetir la jugada. Como era gato, el juego le duraba dos o tres veces nada más. Como era gato, eso era ya mucho. Todavía lo echo en falta, y en él echo en falta otras mascotas que me dieron satisfacciones en su día.

Tuve un lugar de adopción, a falta de lugar natal en el que me sintiera como en casa. Ahora no soy ni de aquí ni de allá, sólo trocitos repartidos por diversos lugares. Me consideran cosmopolita, y lo dicen con admiración, pero soy extranjero para propios y extraños. Lo saben y lo sé. Se me ve de lejos. Se me ve venir. Como un indiano, pero sin su dinero y sin su casona.

Tuve la suerte de ver algunas de las maravillas naturales del mundo, las que todos hemos visto en folletos de viaje. En la realidad son diferentes. Tuve la suerte de ver varias veces el Gran Cañón del Colorado. Lo menciono porque este cañón, para mí, es punto y aparte.

Tuve la fortuna de llegar a ver las películas de Hollywood como uno más: las casas, las bocas de incendio, los carteles de las calles, la forma de ver el mundo de los personajes me resulta del todo familiar, no como un decorado, sino como la vida misma, igual de familiar que una película nacional de finales del XX. Me encuentro como en casa en ambos ambientes.

Conocí gente maravillosa. Es increíble que haya gente maravillosa, a pesar de que pasan por el mismo desierto, se les hayan roto idénticos jarrones irreparables, hayan sufrido la pérdida de mascotas queridas o se sientan extraños en dos tierras. Quizá porque no piensan en estas cosas o porque, a pesar de todo, conozcan ellos también gente maravillosa.